
9 minutos de lectura. Es posible que estemos inconformes con la vida que nos ha tocado enfrentar. Pero la almohada mágica nos enseña que si cambiamos de perspectiva, encontraremos un sentido a la existencia.
En un camino apartado, el cual llevaba hacia un poblado remoto, había una posada, donde los viajeros extenuados solían descansar antes de continuar su viaje.
Una tarde llegó hasta esta posada un viejo monje, con deseos de pasar la noche. El posadero le indicó un rincón, donde el monje extendió su estera y se dispuso a reposar mientras le preparaban la comida.
Minutos más tarde arribó allí mismo un muchacho, quien siempre venía cenar en esta posada. El joven iba vestido pobremente, y se podía apreciar que se dedicaba a las labores del campo. También era fácil ver que se trataba de un muchacho animoso y de carácter abierto, dispuesto a entrar en conversación. De modo que, sentándose cerca del sacerdote, rápidamente iniciaron una amena charla.
Pero, a pesar de su alegre actitud, el joven de vez en cuando echaba miradas a su sencilla vestimenta, como sintiéndose avergonzado. Finalmente, el monje, que tenía un agudo sentido de observación, le preguntó qué le inquietaba.
Sin vacilar, el muchacho le contestó:
-Amigo, es que, aunque me veo alegre y sonriente, no puedo olvidar lo miserable de mi existencia.
-Pero yo te veo sano y robusto -le contestó el monje-. ¿Por qué puedes sentirte miserable, mientras conversas y ríes?
El joven hizo una pausa, para ordenar sus ideas, y repuso:
-Yo trabajo muy duramente en el campo, desde el amanecer hasta que el sol ya se oculta. Por lo tanto, no son muchos los placeres que me puedo procurar. A veces, antes de dormir pienso que me hubiera gustado ser un hombre de negocios, con muchas propiedades en las que tendría hermosas mansiones llenas de finos muebles.
-O, tal vez, un general famoso, rodeado de reconocimiento y riqueza. También podría ser un cortesano que viviera cerca del rey, con una familia a la que podría complacer con muchos lujos y a quienes dejaría una rica herencia. Quisiera cualquiera de estas cosas, pero sé que nunca podré alcanzarlo con mi humilde trabajo. Parece que estoy condenado a vivir por siempre en la miseria. Si mi vida te parece digna de ser envidiada, no sé entonces qué es la miseria para ti.
Al decir esto último, ya la voz del joven sonó apagada y triste. El sacerdote no dijo nada, y se dedicó a arreglar sus escasas pertenencias. El muchacho, mientras esperaba que el posadero le preparara un plato de avena, comenzó a sentirse somnoliento. Entonces, el monje sacó de su maleta una almohada y entregándosela al joven, le dijo:
-Si quieres realizar tus sueños, apoya la cabeza aquí y esta almohada te ayudará.
Se trataba de una almohada de porcelana, cilíndrica y abierta en ambos extremos. El muchacho la tomó un poco extrañado, pero se sentía cansado y decidió aceptar la oferta.
Tan pronto apoyó la cabeza en la almohada de porcelana, comenzó a soñar que uno de los extremos presentaba una gran abertura, por la que él podía pasar. Al interior de ella todo era brillante y cálido. Rápidamente caminó a través de esa abertura y al poco tiempo se halló en su casa.
Gracias a su duro trabajo, rápidamente comenzó a escalar posiciones y poco después ya era el capataz de toda la hacienda. Unos meses después se enamoró de una bella doncella, con quien se casó. Ella resultó ser la hija de un rico propietario, quien valoró las capacidades del joven y entregó una gran dote por su hija, de modo que enseguida se vieron viviendo con mucha holgura y comodidad.
Gracias a todo esto, ya pudo dedicar su tiempo al estudio y a cultivar las amistades de la corte, hasta que se hizo visible a los ojos del rey. En pocos años, gracias a su facilidad para relacionarse con todo tipo de personas, y por la cultura adquirida, alcanzó el grado de primer ministro.
Debido a su buena gestión en este cargo, el rey le depositó toda su confianza, encargándole los asuntos más delicados de la corte. Su trabajo era agotador y no le quedaba tiempo para disfrutar con su familia, pero se sentía feliz por su alta posición.
Sin embargo, la vida en palacio nunca es un camino de rosas, y las envidias generan intrigas, las cuales llevan a terribles caídas, aún para los más encumbrados.
Pues ni más ni menos, esto le aconteció a nuestro apreciado joven. Cualquier día se vio acusado de un complot para derrocar al rey, y tanto el juicio como la condena fueron muy rápidos por la gravedad de la traición. Sus bienes fueron confiscados y su amada familia debió salir apresuradamente, desterrada para siempre de aquel reino.
A él se le condenó a muerte y en solo tres días se levantó la horca donde sería ejecutado públicamente, como escarmiento ante todo el pueblo. Mientras el populacho gritaba deseoso de verlo colgado, el verdugo le cubrió los ojos y en seguida pasó la soga por su cabeza, acomodándola en el cuello.
De repente, al sentir al lazo que pronto rompería su cuello, aterrado, quiso gritar y abrió desesperadamente los ojos. Entonces, lleno de asombro, pudo ver que aún estaba en la posada. El posadero seguía preparándole la sopa mientras el sacerdote, con la cabeza reclinada sobre su maleta doblada, parecía dormitar levemente.
El muchacho no pudo decir nada. Cuando la cena le fue servida la comió en silencio, sumido en profundos pensamientos. Una vez terminó, se acercó al monje y haciéndole una reverencia mientras le regresaba la almohada, le dijo:
-Sé que mañana partes temprano y quizá no nos volvamos a ver. Pero quiero agradecerte por la lección que me has dado esta tarde. Ahora ya puedo distinguir entre la verdadera miseria y la felicidad.
Después de esto se despidió, llevando en su mente la mirada entre benevolente y divertida del monje. Al día siguiente madrugó con más entusiasmo que nunca para ir a su trabajo y nunca más volvió a pensar que llevaba una vida miserable.
Cuento tradicional coreano adaptado para VCSradio.net
Imágen de portada: Carlos A. Morales G.
Narración: Javier Hernández
Tema musical: Korea – LuckyBlackCat – Envato
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