8 minutos de lectura. Generalmente creemos que muchas de nuestras peores actitudes son inherentes a nuestro ser. Pero un ermitaño nos muestra que no siempre es así.
En cierta pequeña aldea, vivía un hombre quien continuamente, ante cualquier pequeña provocación, sufría incontenibles ataques de ira. Esto le causaba problemas no solo con su familia, sino con los vecinos y cuanta persona tenía relación con él.
Tal hecho lo había convertido en una persona huraña, pues prefería no tener contacto con nadie para evitar los conflictos en los que se veía involucrado. Conociendo su situación, uno de los pocos amigos que conservaba, un día se le acercó para ofrecerle una solución a su problema.
El mencionado amigo le aconsejó que visitara a un anciano reconocido por su sabiduría, quien vivía aislado en lo alto de la montaña, en un sitio bastante alejado de la aldea. Como el anciano tenía fama de conocer la naturaleza humana, el hombre decidió hacer caso al consejo de su amigo y emprendió el camino hacia la remota vivienda del ermitaño.
Una vez ante su presencia, lo saludó y en seguida expresó su inquietud:
-Venerable, he venido desde la aldea para pedir su ayuda. Ocurre que sufro de violentos arranques de ira, los cuales no me permiten vivir cómodamente en comunidad. Esto ha convertido mi vida en un infierno, pues día y noche debo controlarme. Aunque sé que esa es mi naturaleza, también entiendo que usted puede ofrecerme un consejo para superar esa oscura sombra que me acompaña.
El anciano meditó unos momentos, y le dijo:
-Me parece que realmente tienes un problema bastante difícil. Pero para ayudarte, necesito ver tu ira. Solo de esa forma conoceré su naturaleza para tratarte como es debido.
-Pero ahora estoy calmado, no puedo mostrar ira sin ser provocado.
-Muy bien, buen hombre –respondió el ermitaño-. En ese caso, debemos esperar hasta cuando la ira te ataque de nuevo. Cuando eso suceda, vienes de inmediato para poder estudiarla.
Comprendiendo esto, el hombre regresó a su vivienda, muy optimista por estar cerca de su curación. Pocos días después, ante un nuevo ataque de cólera, emprendió de inmediato el camino de la montaña. El camino, como hemos dicho, era largo y la colina muy pendiente. Cuando al fin se pudo presentar en la rústica vivienda del sabio anciano, le habló de inmediato.
-Venerable, acabo de tener un acceso de ira y en seguida vine, tal como me pediste.
-Excelente. Entonces, déjame ver tu ira.
Sin embargo, durante el largo trayecto, nuestro iracundo amigo había apaciguado su carácter; por lo tanto, no tuvo nada para enseñar. El ermitaño le dijo:
-Seguramente tardaste demasiado en venir hasta aquí. Ahora debemos esperar a la próxima vez. Para entonces, debes venir más rápido, así conservarás intacta tu cólera.
Resignado, el hombre desanduvo el camino hacia su casa, dispuesto a esperar al próximo ataque de ira. Pero no debió esperar demasiado, pues pocos días después tuvo otro violento acceso de ira. Recordando las palabras del anciano, tomó de nuevo el camino, corriendo tanto como podía. Cuando, agitado y casi sin aliento, se presentó ante su consejero, su expresión solo mostraba agotamiento. La ira no aparecía por ninguna parte. El anciano, después de observarlo, movió la cabeza pensativamente y le dijo:
-Veo que otra vez llegaste sin ira. No te estás esforzando lo suficiente. La próxima vez acude de inmediato y sube la cuesta mucho más rápido. De lo contrario, no veo cómo puedo darte un consejo que te pueda servir.
El iracundo bajó nuevamente, algo acongojado por su segundo fracaso. Pero su deseo de cambiar era más grande que su falta de diligencia. Por lo tanto, se prometió que la próxima vez correría aún más rápido, para llegar antes de que se disipara la cólera.
Sin embargo, a los pocos días se repitió la misma historia, con el mismo desenlace. Y así ocurrió una y otra vez, con el hombre airado corriendo cuesta arriba, hasta llegar a la casa del anciano, agotado y despojado de su ira.
Finalmente, después de varios intentos, viéndolo llegar más fatigado que de costumbre, el anciano lanzó un suspiro de resignación y le dijo:
-Creo que es hora de que veas las cosas con claridad: la ira no forma parte de ti. Si así fuera, podrías mantenerla contigo y enseñármela. Pero has venido ya muchas veces y nunca has traído nada, por lo tanto, no te pertenece. Simplemente te alcanza en cualquier lugar y por cualquier motivo, pero tan pronto pierde interés, te abandona.
-Venerable –repuso el agotado hombre-, entonces, ¿qué debo hacer?
El sabio anciano le dirigió una mirada apacible y le contestó:
-La solución es muy sencilla: la próxima vez que la veas venir, no la aceptes. Si recuerdas lo que te acabo de decir, ella regresará por donde vino, pues no siendo tuya, no puede apropiarse de ti.
Comprendiendo las sabias palabras de ermitaño, el hombre se despidió con una reverencia y retornó a su aldea, donde nunca más fue visto que perdiera los estribos como había ocurrido en el pasado.
Cuento anónimo oriental adaptado para VCSradio.net
Imagen de portada: Carlos Morales Galvis
Narración: Javier Hernández
Música de fondo: Emotional Piano – Envato
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