
5:40 minutos. Un ignorante monje se dedica a los oficios más humildes del monasterio. Pero, acaso por eso, ¿se puede juzgar qué tan grande es su corazón?
Cierto día, un hombre llamó a la puerta de un antiguo monasterio, reputado como albergue de monjes sabios y muy diligentes. Este hombre presentaba un aspecto andrajoso, por lo que, en un principio, el monje que atendió su llamado supuso que deseaba alguna limosna.
Pero ante su pregunta, el hombre simplemente dijo que deseaba hallar un sentido a la existencia y purificar su alma. Por tal motivo, esperaba que pudieran aceptarlo como novicio.
Con mucha incredulidad, el monje lo envió ante el abad para que expusiera su petición. Éste lo examinó, y pudo ver que se trataba de un individuo muy simple e inculto. Afirmaba que solo había trabajado en los oficios más básicos y no poseía ninguna educación. Era muy obvio que no tenía capacidad para estudiar las escrituras sagradas y que no podría colaborar en la biblioteca. Pero el abad, quien poseía un espíritu agudo, pudo ver la sinceridad del buen hombre, y pensó que no debía rechazarlo, pues no siempre llegaba al monasterio alguien con tan auténtica vocación.
De modo, pues, que le entregó una escoba y le encomendó la tarea de barrer permanentemente el jardín. El hombre aceptó con una gran alegría, y ya con su atuendo de monje novicio se dedicó con esmero a su humilde oficio.
Pasaron varios años, y el monje barrendero se convirtió en un personaje imprescindible en el monasterio. Los otros monjes lo veían, no tanto como un compañero en el camino hacia la perfección, sino como alguien con un rango inferior pero digno de confianza.
Sin embargo, con el tiempo fueron notando cómo su semblante se había ido haciendo cada vez más sereno, como si un aura de tranquilidad lo rodeara permanentemente. Al acercarse a él se podía percibir su espíritu apacible, alentado por una bondad que se encontraba más cerca de la compasión divina que de la simple caridad.
Como esta percepción ya no era de uno o dos de los monjes, comenzaron a comentar unos con otros sobre aquello que a todos intrigaba. Alguno especulaba que tal vez había aprendido a leer y estudiaba en las noches, cuando nadie lo veía. Otro pensaba que seguramente conocía alguna práctica secreta que le había permitido crecer espiritualmente muy rápido. Algunos que se habían detenido a hablar con él, aseguraban que ya había alcanzado un alto grado de perfección espiritual y que su alma manifestaba una pureza que no era humana.
Dispuestos a conocer la verdad de lo que se escondía detrás de la transformación del monje barrendero, se acercaron para interrogarlo directamente. Sin mucho preámbulo, le preguntaron qué clase de técnica utilizaba para su cultivación interior y si podía compartirla con ellos. El monje los miró asombrado, y les respondió con sencillez:
-No sé nada de técnicas, ni entiendo a qué se refieren. En realidad, no he hecho nada. Desde cuando el abad me permitió permanecer en el monasterio, he realizado mi tarea con todo el amor que ella merece. Día tras día me he esmerado en limpiar el jardín, y cada vez que tomaba la escoba para barrer, pensaba que al mismo tiempo estaba limpiando mi corazón de la ira, la codicia, la arrogancia y todo otro deseo o veneno que pudiera albergar en él. Nunca hice nada diferente a eso.
Reflexión: la verdadera sabiduría y pureza de espíritu las encontramos en lo profundo de nuestro corazón. Si solo buscamos en el exterior, estamos condenados a permanecer estancados en el mismo estado de ignorancia.
Cuento anónimo adaptado para VCSradio.net
Imagen de portada: Carlos Morales Galvis
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