23 Minutos. El gigante Jacinto es un cuento fantástico que enseña a ser bueno con los demás y que puedes escuchar o leer a continuación:
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EL GIGANTE JACINTO
Jacinto tenía piernas de gigante, brazos de gigante, cabeza de gigante y, por lo tanto, era un gigante.
Había nacido en una familia de gigantes, que guardaban gran respeto por sus antepasados, y seguían con la sagrada tradición de ser enemigos de la humanidad. Desde pequeño, Jacinto fue un dolor de cabeza para sus padres. No quería asustar a los niños, ni arrancar árboles, ni deshacer por la noche la obra que durante el día realizaban los hombres, y tenía, además, muy poco apetito.
Mientras su padre se devoraba, con gran placer, un buey entero y su madre no se quedaba atrás, él apenas si se comía una triste gallina.
La madre, todas las noches, se quejaba al padre en este tono: –¡Qué desgracia hemos tenido! Nuestro hijo es tan tonto, que no sabrá abrirse camino en la vida.
–No te preocupes –le contestaba el gigante padre–. Ya cambiará y será un temible gigante.
–Es que come tan poco, que crecerá débil y no podrá asustar a nadie.
–Espera un poco y ya lo verás cumpliendo con sus obligaciones de gigante.
El tiempo pasó, pero Jacinto no cambió: ni crecía demasiado, ni se comía animales enteros, ni arrancaba árboles de un tirón, ni se complacía en molestar a los hombres… ¡Nada…!
Un día su padre, que ya comenzaba a alarmarse, lo llamó y le preguntó qué pensaba ser cuando fuera grande.
Jacinto le respondió muy sonriente.
–Me gustaría ser guardián de plaza, cuidar las flores y jugar con los cachorros de los hombres.
¡Para qué! El padre se puso furioso, y lo llamó: “Mal gigante, hijo desagradecido”.
Tan furioso estaba el gigante padre, que daba golpes a diestra y siniestra, mientras gritaba a todo lo que le daban sus pulmones de gigante:
–¡Desde el principio del mundo los gigantes, hemos sido crueles y temidos, y ahora tú, hijo, pretendes cuidar flores, y jugar con los cachorros de los hombres!
–A mí me gustan los hombres porque saben hacer casas muy bonitas y tienen unos cachorros muy lindos y simpáticos –dijo tímidamente Jacinto, escondido debajo de la mesa.
El padre, rojo de furia y con los pelos de punta, como pararrayos, de pura indignación, rugió:
–¡Vete de aquí ya mismo, y que no vuelva a verte yo nunca más!
El pobre Jacinto no tuvo más remedio que irse.
Y se fue, y comenzó de ese modo a recorrer el mundo. Anduvo día y noche vagando por el bosque, hasta que se encontró con un oso.
–Buenos días, señor Oso –dijo Jacinto–. ¿Cómo anda de salud?
–¿Quién eres? –preguntó el oso, un poco amedrentado al verlo tan grandote.
–Soy el gigante Jacinto y ando buscando un brujo. ¿Conoce usted alguno?
–¿Para qué lo necesitas? –volvió a preguntar el oso, muy asombrado.
–Quiero que me achique, para poder vivir con los hombres y jugar con sus cachorros.
–¡Esta sí que es buena! –dijo el oso, muerto de risa–. ¿Quieres renunciar a tu fuerza y a tu tamaño?
–Quiero vivir con los hombres y jugar con sus cachorros, pero me ven tan grande, que se asustan y salen huyendo.
–Para empezar –dijo el oso, dándose importancia–, los cachorros de los hombres se llaman niños.
–¿Ni-ni… ños-ños?… –repitió Jacinto con gran dificultad. –Y para continuar, te diré que conocí un brujo en mi juventud, pero vive lejos, muy lejos de aquí.
–¡No importa! ¡No importa! –gritó Jacinto lleno de alegría–. ¡Yo lo encontraré!
El oso le indicó el camino, pensando para sus adentros que aquel gigante debía estar bastante loquito:
–Camina y camina, hasta que encuentres un árbol azul. Allí, doblas a la derecha y sigues caminando hasta que encuentres un río muy caudaloso con tres jorobas; lo cruzas y allí, al otro lado del río, verás la choza del brujo.
–Muchas gracias, amigo Oso –dijo Jacinto, y sin pérdida de tiempo emprendió el camino.
Encontró el árbol azul y el río caudaloso, que formaba tres cascadas, que parecían jorobas. Lo cruzó en cuatro brazadas de gigante y al llegar a la otra orilla divisó la choza. Se acercó y vio al brujo sentado en el suelo, muy pensativo y abanicándose con una hoja de palmera.
–Buenas tardes, señor Brujo. ¿Cómo anda de salud? –¿Quién eres? ¿Y qué quieres? –le preguntó el brujo, de muy mal humor.
–Soy el gigante Jacinto y necesito de sus oficios de Brujo. –En mal momento llegas. Ando de capa caída y con pocas ganas de trabajar.
–¿Por qué señor Brujo? ¿Se siente mal? –No es eso –dijo el brujo muy triste–. ¡Se acabaron los buenos tiempos! Ya nadie cree en nosotros. Apenas gano para vivir curando el empacho y haciendo alguno que otro horóscopo por ahí.
–No diga eso. Yo creo en usted y quiero que me ayude. –¿Qué asunto te trae? –preguntó el brujo con desgano.
–Mi padre me echó de su casa porque dice que soy un mal gigante, pero yo quiero achicarme para vivir con los hombres y jugar con los ni-ni… ños-ños. ¿Usted no podría acortarme los brazos y las piernas y achicarme un poco la cabeza y todo lo demás del cuerpo?
–¡Lo que pides es muy difícil! –exclamó el brujo–. Naciste gigante y morirás gigante.
–Piense, señor Brujo, piense –insistió Jacinto–. Estoy seguro de que puede ayudarme.
El brujo dejó de abanicarse, se rascó la cabeza con sus largas uñas, entrecerró los ojos para recordar mejor, y comentó:
–Mi viejo maestro, el Gran Brujo, me dijo una vez que para transformarse en hombre había que encontrar tres dolores y ayudar a calmarlos.
–Yo no sé ayudar a calmar un dolor –dijo Jacinto, muy preocupado–. Sé golpear muy fuerte, arrancar árboles, derribar casas, soplar como el viento y otras pequeñas cositas más. Pero eso que usted dice, no.
–Continúa tu camino, pues, porque no puedo ayudarte. –¿Dónde podré encontrar tres dolores? –insistió Jacinto–.
¿Estarán escondidos en algún pozo? ¿En el fondo del río? ¿O al otro lado del mar.…?
Jacinto se despidió del brujo y continuó su camino, muy, pero muy triste.
Anduvo, de día y de noche, atravesó bosques, cruzó ríos y escaló montañas, buscando los tres dolores. Una noche, mientras descansaba debajo de un árbol, escuchó que alguien se quejaba: –¡Ay! ¡Ay! ¡Pobre de mí! ¡Qué dolor!
Se acercó sin hacer ruido y vio a un hombre caído, con un pesado tronco sobre sus piernas.
–Buenas noches, buen hombre –dijo–. ¿Cómo estás de salud? El buen hombre casi se muere del susto, al ver tan enorme gigante; pero después comprendió que era un gigante bondadoso y le pidió ayuda, llorando de dolor.
–No llores, no llores. Yo te ayudaré –aseguró el buen gigante y levantó el pesado tronco como si fuera una ramita.
Cargó después al hombre y lo llevó hasta su casa.
Mientras caminaba, Jacinto pensaba: “¿Habré encontrado el primer dolor? ¿Le llamarán a esto dolor?”.
El buen hombre, estaba muy agradecido y le pidió que se quedara a vivir con él. Jacinto aceptó pasar la noche en su choza. Y al otro día, cuando despertó: ¡Oh, sorpresa! Se había achicado un buen pedazo de cada lado.
Continuó su camino, con una sonrisa de satisfacción en su boca de gigante, que ya era menos gigantesca.
Anduvo, hasta que llegó a la orilla del mar.
Allí se encontró con una mujer que lloraba desconsoladamente.
Se arrodilló a su lado para parecer más pequeño y le preguntó: –Buenas noches, buena mujer. ¿Cómo estás de salud?
–¡Ay! ¡Ay! ¡Pobre de mí! –dijo la mujer.
–No llores. No llores. Yo te ayudaré –aseguró Jacinto, convencido de que ya había encontrado el segundo dolor. –Mi hijo es pescador –dijo la mujer, sin mirarlo–. Salió esta mañana de casa y no ha regresado.
–No te preocupes, buena mujer. Yo lo buscaré
Con gran rapidez fue hasta un bosque cercano, derribó varios árboles, hizo una grandísima balsa, y se hizo a la mar. La mujer, al verlo, exclamó:
–¡No te vayas, que hay tormenta y te perderás en el mar! –Pero soy gigante y tengo fuerza de gigante –gritó Jacinto desde lejos.
–¡Bendito gigante de buen corazón! –dijo la mujer, y se enjugó el llanto con un pañuelo.
Jacinto tuvo que luchar con el viento que soplaba con furia, y con olas más altas que casas de dos pisos, pero al fin su fuerza de gigante pudo más y encontró al pobre pescador que se había perdido en el ruido de la tormenta.
Lo llevó hasta la costa en su balsa, y allí, en tierra firme, ¡madre e hijo se abrazaron felices!
–¡Hijo mío!
–¡Madre mía!
Cuando se tranquilizaron, agradecieron a Jacinto su buena acción, y lo invitaron a comer y dormir en su casa.
La madre preparó diez kilos de pescado frito y una gran olla de arroz. Jacinto se lo devoró en menos de lo que canta un gallo, “qui qui ri qui, qui qui ri co”, y después, muy satisfecho, se fue a dormir.
A la mañana siguiente, cuando despertó: ¡Nueva sorpresa! Se había achicado otro buen pedazo de cada lado. Ya casi parecía un hombre muy grande y fortachón.
Muy, pero muy contento, se despidió del pescador y su madre y continuó su camino. Anduvo, de nuevo, hasta que se encontró ahora con un niño que intentaba trepar hasta la copa de una palmera, con una cesta a la cintura más grande que él. Se acercó sin hacer ruido y escuchó que el niño lloraba despacito y decía:
–¡Ay! ¡Pobre de mí! ¡Qué poca fuerza tengo
! Jacinto sintió una gran pena en su corazón, al verlo tan pequeño y teniendo que trepar un árbol tan grande. Se aproximó más a él y le dijo, con la voz más suave que pudo encontrar en su garganta: –¡Buenos días, ni-ni… ño-ño…! ¿Cómo estás de salud?
–Yo estoy bien, pero mi padre está muy enfermo –contestó el pequeño, lloriqueando de nuevo.
–No llores, no llores. Yo te ayudaré.
–Tengo que recolectar estos cocos para venderlos y darles de comer a mi madre y a mis hermanos –dijo el niño muy afligido–. ¡Y no tengo fuerza…!
–¡No te preocupes por eso! ¡Yo te los bajaré!
Tomó la cesta con sus fuertes manos, y en un abrir y cerrar de ojos llego a la copa de las palmeras y recolecto un montón, como una montaña, de cocos. Y el niño sonreía feliz, al ver tanta cosecha.
Repuso el niño–. Eres muy bueno y me has ayudado. Ahora me gustaría encaramarme en tu hombro.
Debe ser como estar en un balcón del primer piso
Súbete de un lado, que llevaré los cocos del otro lado –dijo Jacinto, muerto de risa al escuchar que comparaban su hombro con un balcón.
Emprendieron así el regreso a la casa del niño y llegaron en medio del asombro general de la familia. Hasta aquel momento no habían conocido un gigante más sonriente y educado.
Jacinto se quedó a vivir con ellos, hasta que el padre se sanó y volvió a trabajar.
Cada día se achicaba un poquito más, hasta quedar de la misma altura que el leñador. Los niños jugaban con él a la mancha, al escondite y a vigilantes y ladrones. Y cada día que pasaba, lo querían más.
Jacinto, se sentía muy a gusto con su tamaño. En el pueblo lo nombraron el guardián de la plaza, a donde se presentaba diariamente luciendo su impecable uniforme y muy feliz realizaba su trabajo, rodeado de muchos niños que le decían:
–¡Cuéntanos otro cuento, Jacinto! ¡Sí! ¡Cuéntanos otra vez ese del gigante que quería ser hombre y jugar con nosotros, los niños!
Adaptación para radio de: VCS.radio.net
Publicado en: bibliotecasproed.files.wordpress.com